Sobre la nobleza de algunos propósitos organizacionales.

Hace poco más de medio siglo, en un Congreso en Valencia con antigu@s alumn@s de la Compañía de Jesús, el Padre Arrupe SJ discursaba sobre la educación jesuita para la justicia. Su alegato, histórico, provocó cierto revuelo y enojo en algunos entornos eclesiales, e incluso alguna dimisión. Arrupe decía:

“¿Os hemos educado para la justicia? ¿Estáis vosotros educados para la justicia? Respondo. Si al término «justicia», y si a la expresión «educación para la justicia» le damos toda la profundidad de que hoy la ha dotado la Iglesia, creo que tenemos que responder los jesuitas con toda humildad que no; que no os hemos educado para la justicia, tal como hoy Dios lo exige de nosotros” (link).

El mensaje de Arrupe, desde la humildad pero también desde la esperanza, me llevaba estos días a reflexionar sobre si nuestras organizaciones y nuestras instituciones cumplen sus propósitos para con la sociedad, para con las personas que las componen, o si se han convertido en fines en sí mismas en la vorágine de un sistema que las engulle. Arrupe fue un visionario que trabajaba para virar el rumbo, invitaba a un proceso de renovación y proponía nuevos desafíos. Hoy, ¿consiguen nuestras instituciones orientarse a la creación de valor para construir una sociedad mejor? ¿Llega a estar, de verdad, la persona trabajadora en el centro? ¿Es la plantilla parte inherente al reto estratégico? ¿Hemos educado líderes con un sistema de valores de justicia que promueva la dignidad en las organizaciones y un propósito humanista?

Llevo quince años trabajando con la profesora de Deusto Business School Josune Baniandres. Es una mujer brillante, concienzuda y que me reta a diario desde el discernimiento y la mejora continua. Hemos trabajado juntos en numerosos frentes: guiando consultoría con otras organizaciones, en clave de mejora de la gestión de la universidad, acompañando a estudiantes en sus proyectos, dando clase o preparando sesiones de formación juntos. Esta semana hemos impartido una sesión en Manresa con personas directivas de universidades jesuitas acerca de los retos de la función de personas hoy.

Entre los muchos mensajes que ha inoculado en mí a lo largo de los años, hay uno que tiene que ver con la integración del desarrollo integral en las organizaciones; a no resignarme a entenderlo como una tensión necesaria, sino a asumir este reto como innato para con el fin de una organización. Creemos en lo que hacemos y desde dónde lo hacemos. Y hay espacio en el mercado para organizaciones nobles que trabajan desde la dignidad humana. Ella compartió conmigo este texto de Chris Lowney en el que el autor reflexionaba: «Las empresas existen no solo para ennoblecer la materia prima, de modo que surjan grandes productos, sino también para ennoblecer a los/as trabajadores/as, respetando su dignidad y liderando su potencial”. El liderazgo debería ser un arte noble. Las personas de talento quieren involucrarse en proyectos que respeten su dignidad y les acompañen a crecer.

Las culturas organizativas tradicionales han sucumbido históricamente, como mínimo, a dos errores clave:

  • Por un lado, sus políticas y prácticas de personas han puesto de manifiesto su desconfianza en las personas trabajadoras. Hay demasiados mandos que focalizan su interés en las personas que plantean problemas, en la persona mentirosa, poco trabajadora o poco comprometida. Y esto afecta al modo de proceder de las organizaciones. ¿Por qué no focalizarnos en la responsabilidad compartida? ¿Por qué no miramos a la mayoría leal y comprometida que trabaja desde la nobleza? Preocupémonos de la mayoría, que la mayoría acaba tirando del carro. En función de cómo consideramos a las personas, de nuestra mirada y nuestra «mochila», acabamos planteando unas u otras estructuras, prácticas de empresa. Un cambio real requiere declarar nuevos valores, pero a su vez debe modificar la estructura de políticas y procedimientos con el objetivo de cambiar comportamientos; que la práctica represente de verdad el valor declarado y procure guardar cierta coherencia. Y para hacerlo requerimos de un criterio muy elevado de las personas que nos rodean; la mayoría son generosas.
  • Por otro, la jerarquía y el poder que se deposita en los cargos minora la asunción de responsabilidades y el compromiso de las personas para con su función. En estructuras tradicionales muchas personas (también las nobles y generosas) acaban mirando hacia arriba (hacia otro lado) cuando surgen problemas y se sienten sin autonomía para tomar decisiones. Nos encontramos con equipos con dinámicas de control que necesariamente acaban elevando sus problemas individuales a sus jefes y mandos (personas que, a su vez, se encuentran saturadas y estresadas). Elevamos decenas de problemas a alguien que acabará dejándonos insatisfechas y resignadas. A la larga, la persona motivada, pero sin margen de autogestión, acaba quemada y depositando su ilusión en otros menesteres ajenos a la organización que le paga el sueldo. A su vez, esta dinámica lleva a las personas a la inactividad, a la permanencia, alimentando un apego cada vez mayor por su zona de confort. En entornos cada vez más inciertos y cambiantes, esto es un suicidio. Acabamos matando la iniciativa, la auto-responsabilidad y la inteligencia competitiva, ya que la depositamos en unos pocos.

Llegamos a una conclusión a tres niveles que, para muchísimas organizaciones, es revolucionaria:

  1. Además de declarar un esquema de valores es necesario dar pasos y actuar. Tomar decisiones a nivel de políticas, tecnologías, procesos e instrucciones que se alineen y apoyen el trabajo de una mayoría comprometida. Es un primer paso valiente.
  2. Es importante también conseguir mayores niveles de participación: dotando a las personas de mayor autonomía y promoviendo / recuperando la iniciativa (por supuesto, desde la responsabilidad, desde la asunción de límites y tomando decisiones cuando no sea así). Quizás sobremos bastantes mandos intermedios.
  3. Pero, con todo esto, aun así, podemos no estar consiguiendo alcanzar un desarrollo integral real. Quizás estemos promoviendo un sistema más eficaz, más participado y corresponsable, pero que aun así siga siendo un medio al servicio de otros fines. Creemos que es fundamental contar con una Dirección cuyos miembros integren que las personas son el centro real, la razón de la generación de valor en la organización; son el fin en sí mismo. La organización es una herramienta para ennoblecer la actividad de las personas que la componen, y que a su vez, puedan así generar valor para el resto de la sociedad. Es una manera preciosa de ennoblecer el propósito.

Y tú, ¿no querrías rodearte de personas (como Josune) que promuevan estos horizontes en las organizaciones?

Foto de MI PHAM en Unsplash

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