«Se cuenta entre los mejores recuerdos del coleccionista el instante en que acudió en ayuda de un libro al que tal vez nunca en su vida había dedicado un pensamiento, y mucho menos un deseo, sólo por haberlo visto abandonado en el libre mercado y sentirse incitado a comprarlo, igual que en los cuentos de Las mil y una noches el príncipe puede comprar una hermosa esclava para darle la libertad. Para el coleccionista, en efecto, la verdadera libertad de los libros se encuentra en algún lugar de sus estanterías». – Walter Benjamin
Ayer Ana y yo hicimos una escapada rápida al festival de jazz de Vitoria. Volvíamos a casa, prácticamente de madrugada, con un vinilo de Katherine Windfeld (firmado por ella y sus secuaces) entre las manos y compartiendo sonrisas a la salida del recinto. Bueno… mi mente dibujaba sonrisas en aquellas caras tras las mascarillas… Moisés Sánchez y la mencionada Kathrine (a ambos los veía en directo por primera vez) nos robaron una tarde para el recuerdo. Sobre eso venía hoy a hablaros, sobre un tipo que colecciona vinilos (y compact discs) pero que, sobre todo, quiere coleccionar recuerdos.
Soy consciente de que quienes visitan mi casa quizás no entiendan por qué paredes y estanterías están repletas de música y libros. Dirán que, amén de ocupar espacio, es algo así como quemar dinero. Para las personas de mi generación internet, napster y el streaming llegaron antes que el dinero a nuestras carteras. Eso influyó en que consumiéramos música de otra manera y que todas fuéramos catalogadas de piratas y ladronas. Siempre he consumido digital, pero nunca me consideré un pirata.
En la década de los 90, la paga de mis quince la gastaba en Power Records (o en el Long Play de la calle Lutxana). Jon y Javi aún me recuerdan rebuscando entre los CDs de punkrock melódico (yo empecé ahí) los miércoles (obviamente, no todos), antes de subir a mi clase de piano en la Sociedad Coral. Así llegó, por ejemplo, «So long and thank for all the shoes«. Con dieciséis, «Carran» llegó a mi vida en bachillerato. Recuerdo que nos comprábamos un CD al mes (un mes él, un mes yo) que nos lo copiábamos (y fotocopiábamos), hacíamos listas en clase y decidíamos cuál sería la siguiente compra. Por ahí aparecieron «Nimrod«, «Let’s talk about feelings» o «Pennybridge pionners«. Cuando fui a cumplir diecisiete, Andresi (buena amiga y vecina de mi abuela), me invitó a ir al Corte Inglés y recuerdo que me dijo: «Coge los cinco que quieras». Así llegó a mis vitrinas «Korn«, con esa primera canción, «Blind», que me reventó por dentro (bien lo sabe Uri). En los noventa comprar un disco podía ser una sorpresa: nos guiábamos de críticas en revistas, de cintas grabadas (algunos quisimos hacer negocio de ello), el boca oreja, o simplemente nos dejábamos engatusar con la imagen de la portada. Hoy las experiencias mutan, pero la sorpresa se mantiene. Es lo que intentamos con el (selecto) «Club del vinilo bilbaíno», excusa para provocar encuentros y conversaciones incluso con quienes solo vuelven a Bilbao por navidad.
En verano me alejo por unas semanas de mis discos y ayer, volviendo de Gazteiz, pensaba en dónde acabará esa colección que no deja de crecer. En unos años será inservible. No será vendible. Ni siquiera será regalable… no habrá quien la acepte. Seguramente acabe en el contenedor. Pero no estaré ahí para verlo; les dejaremos el marrón la herencia a Martín y a Diego.
Muchas veces me encuentro ojeando la colección, cojo un disco y de repente recuerdo aquel concierto en Barakaldo al que fuimos una docena de personas. Lo pongo el reproductor. Veo a esos músicos (casi siempre hombres) quizás cansados, seguro felices, y emergen las conversaciones tras el concierto, aquel puesto improvisado de merchandising, las chapas que nos regalaron al comprar el CD y los posts que posteriormente compartimos en zona-zero. Otras veces pienso que ese CD polvoriento lo vi de reojo de un mercadillo de Santander. O que lo compré en aquel paseo a la búsqueda de tiendas por Madrid (o Gatwick en Londres, o en una tienda de segunda mano Burdeos, o aquella mega-store de Chicago). O quizás recuerde cuando Edu Ugarte me recomendó que echara una escucha a unos tipos llamados «No More Lies«, que ni idea que fuera una canción de Iron Maiden…
Cuando rescato un vinilo de mi discoteca, apenas lo he cogido en mis manos, paro y evoco ese ya lejano pasado. Como dijo Walter Benjamin en su excelente «Desembalo mi biblioteca«: «Para el coleccionista la posesión es la relación más profunda que se puede mantener con las cosas: no se trata, entonces, de que las cosas estén vivas en él; es, al contrario, él mismo quien habita en ellas».
Prometo que tendré a mano este post, que tendré a mano este link, para cuando alguien ose cuestionar mi afán coleccionista. Se lo mandaré en un mensaje digital. Hoy por whatsapp, mañana quizás por telegram.
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