La carga de la culpa de un fracasado emprendedor.

Hay algo en la concepción del emprendizaje que, usado de manera irresponsable, me revuelve las tripas. Me acaba de suceder de nuevo al descubrir este libro sobre emprendimiento en la jubilación. Me suele pasar más a menudo cuando la carga recae y se transfiere a los más jóvenes o cuando nos regocijamos en el léxico de la burbuja del ecosistema emprendedor.

Autoempleo sin red, gig economy, marca personal para alimentar la maquinaria, modelos de negocio de autónomos low cost para generar relaciones laborales low cost… El gran festín del emprendimiento y el autoempleo. Porque si no tienes una idea, si no la pones en marcha, si no generas riqueza, si no lideras tu destino, algo estás haciendo mal. Y así transfiere la culpa un sistema que va viento en popa.

Tengo casi 35 años. Desde hace nueve he colaborado en un proyecto cultural que, para mí, ha venido a ser algo así como un campo de pruebas profesional. Un laboratorio lúdico en el que testar cosas, hacer nuestros pinitos en el mundo de la producción musical, ganar algo de dinero de vez en cuando (nótese que «algo» significa poco) y perder bastante dinero (nótese que «bastante» significa mucho) en más de una y dos ocasiones. Diez años en los que hemos acumulado relaciones, hemos trabajado codo con codo con colegas que tienen formas de hacer distintas, nos hemos unido a compañeros de viaje (unos idóneos, otros tóxicos) con los que llevar a cabo proyectos compartidos, hemos mantenido centenares de conversaciones más o menos pensadas, hemos sufrido accidentes, nos han amenazado, nos hemos dado golpes contra más de una pared y, por supuesto, hemos disfrutado de alguna llegada a meta resultona. Casi diez años que hoy me inspiran a coger nuevos impulsos. Quién sabe, quizás comienzo a verme por fin capacitado para emprender.

Lo anterior es una metáfora de lo que quizás sientan algunos jóvenes. Me gustaría pudiéramos analizar la carga emocional del emprender per sé. Me chirría cargar de responsabilidad a veinteañeros a quienes empujamos a transitar un camino desnaturalizado y espurio. Sin experiencia. Sin competencias. Llenos de dudas. Y encima deben hacerlo erguidos y firmes. Mi consejo sería el de comenzar a emprender desde una empresa u organización (intraemprendizaje asalariado, ir saltando vallas) y, en paralelo, desarrollar pequeñas actividades que, con cierta red, nos permitan tantear el partido en otras ligas. Y que, además, enriquezcan el currículum.

Por tanto, me engancho a las iniciativas de emprendimiento sanas, desde lo pequeño. Desde la probatura y el entrenamiento. Así reconozco la propuesta de Sarah Gutierrez, de Deusto, quien ha montado «¡Emociónate!», un taller que pretende enseñar a niñas y niños acerca de las emociones y su expresión desde lo lúdico, la danza, los juegos y los cuentos. Organiza en Vitoria unas colonias en Semana de Pascua que tienen una pinta estupenda, y lo ha hecho con el apoyo del Programa de Emprendimiento Juvenil del Gobierno Vasco.

¿Más allá? ¿Debemos tolerar que haya jóvenes que quizás sufran al no verse preparados? ¿Es el emprendimiento una forma de transferir la carga de la culpa? ¿Debemos exigir esfuerzo de riñón desde las poltronas de lo público o desde el despacho con paredes gruesas de una universidad? ¿Sostiene el emprendimiento el recorte social? Quizás sí, o quizás yo no sea lo suficientemente audaz como para lanzarme a caminar en el alambre. Soy un fracaso del modelo educativo.

En la foto, de derecha a izquierda, Gorka, Julen y un servidor; compañeros en Nuncamás!, proyecto cultural que me sirve de excusa para hablar de la carga emocional del emprender.

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